miércoles, 7 de mayo de 2008

Kirchner redobla la apuesta por el Dr. Jorge Castro

Tiempo Argentino / Zetavisión / Z Inter Press


Néstor Kirchner fue uno de los dirigentes que mejor interpretó el significado del colapso político de diciembre de 2001. Comprendió cabalmente el hecho estructural de que la Argentina ingresaba en la lista de países sudamericanos cuyos presidentes constitucionales suelen terminar derrocados por revueltas callejeras en las grandes ciudades.


Toda su estrategia de concentración de poder tuvo entonces dos prioridades excluyentes. La primera fue la captación del respaldo de las clases medias de las grandes ciudades, que en la Argentina constituyen el núcleo de la opinión pública. La segunda fue el férreo control de las calles, con plena conciencia de que –en condiciones de extrema fragilidad institucional– quién controla las calles, controla el poder, y a la inversa.

Esta estrategia de acumulación de poder dio resultados exitosos durante los tres primeros años de gestión. Encontró sus límites iniciales en 2006, cuando las clases medias urbanas empezaron a distanciarse del oficialismo.

La primera expresión de este fenómeno fueron las elecciones constituyentes de Misiones en septiembre de 2006. Al año siguiente, el oficialismo perdió los comicios locales en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, las tres principales ciudades argentinas.

En las elecciones presidenciales de octubre pasado, Cristina Fernández de Kirchner no sólo fue derrotada en esas tres ciudades, sino que también perdió en Mar del Plata, Bahía Blanca y La Plata, su lugar de nacimiento.

Su gobierno nació con el estigma de una doble debilidad. Por un lado, carecía del respaldo de la opinión pública, que entendió que no se estaba ante un nuevo presidente, sino ante un segundo mandato.

Por el otro, el poder de características hegemónicas construido por Néstor Kirchner –que concentró en su persona todos los recursos y decisiones–, sin mediaciones institucionales ni partidarias, no era susceptible de ser trasmitido.

En este contexto, el conflicto con el sector agroalimentario –que es el segmento tecnológicamente más avanzado, de más elevada productividad e internacionalmente más competitivo de la economía argentina– se transformó rápidamente en una rebelión de la Argentina interior, no ya en desmedro de Buenos Aires, sino contra el centralismo económico y político encarnado por el gobierno nacional.

El hecho de que el corte de ruta más emblemático de la protesta rural haya sido en Gualeguaychú, y que un dirigente de esa ciudad –Alfredo De Angelis– se convirtiera en referente nacional de la movilización es una casualidad enormemente cargada de sentido.

Gualeguaychú fue durante más de tres años una demostración palpable de la tendencia creciente a la acción directa de todos los sectores de la sociedad que no confían en los mecanismos institucionales como canal de resolución de conflictos. Desde esta perspectiva, el conflicto agroalimentario implicó la “gualeguaychización” de la Argentina.

En el marco de su estrategia de confrontación sistemática implementada en estos cinco años, Kirchner chocó esta vez con un sector que no sólo no depende de los subsidios estatales, sino que además es la fuente principal de su financiación.

Más allá de los reclamos de carácter sectorial, se trata de un conflicto de fondo entre el sector productivo más avanzado de la Argentina –aquél que permite su inserción competitiva en la economía mundial– y el sistema de poder político y económico imperante, construido a partir de la subordinación de gobernadores e intendentes a través de la utilización de los recursos derivados de las retenciones al sector externo.

Esa rebelión de la Argentina interior –que empezó a resquebrajar el frente interno del oficialismo en el resbaladizo terreno de los gobernadores e intendentes–, también actuó como un disparador de la disconformidad de la clase media urbana, que otra vez salió a las calles con “cacerolazos” que refrescaron en la memoria colectiva el fantasma de diciembre de 2001.

Kirchner comprendió rápidamente que, además de perder el respaldo de la opinión pública, corría peligro su control de las calles y rutas, último resorte de gobernabilidad en la Argentina posterior a diciembre del 2001.

De allí que Hugo Moyano y Luis D’Elía pasaron a convertirse en piezas indispensables de la sustentación del poder, mientras que Guillermo Moreno se transformó en un actor central del dispositivo gubernamental y Martín Lousteau pagó con su renuncia el no haber comprendido adónde reside el vértice de las decisiones en la Argentina de hoy.

Como ocurrió frente a cada uno de los desafíos que tuvo que enfrentar desde mayo de 2003, Kirchner decidió redoblar la apuesta y profundizar la confrontación. No es un simple capricho, sino la utilización a ultranza, y hasta las últimas consecuencias, de las únicas armas que tiene a su alcance para evitar que se le escurra entre las manos el poder que tan trabajosamente construyó en estos cinco años. tiempoargentino@gmail.com

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