jueves, 8 de mayo de 2008

Argentina, Bolivia y Venezuela: ni los precios internacionales los salvan del caos por el Lic. Roberto Cachanosky

Tiempo Argentino / Zetavisión / Z Inter Press



A pesar de disponer de recursos naturales que se cotizan muy bien en los mercados internacionales, los tres países enfrentan momentos críticos porque carecen de instituciones serias que incentiven las inversiones.


Al momento de escribir esta nota, todavía no se conocía el resultado del referéndum en el departamento boliviano de Santa Cruz por el cual se consultó a la población sobre la autonomía regional de esa región. Bolivia se encuentra hoy dividida e, inclusive, el gobierno de Evo Morales habla de la posibilidad de una guerra civil. Vale la pena recordar que el departamento de Santa Cruz genera el 30% del PBI del país andino, riqueza de la cual, obviamente, se aprovechan los burócratas de La Paz.

Más al norte tenemos a Hugo Chávez, quien –sentado sobre un mar de petróleo– está enfrentando serios problemas de abastecimiento y un gran aumento en los precios de algunos alimentos. Así, a pesar de que el barril de petróleo está en niveles récord, el comandante bolivariano se ha enfrentando con una especie de Rodrigazo, mientras la población, al igual que en Bolivia, está fuertemente dividida.

Finalmente, al sur de América aparecemos nosotros que, con el precio de las commodities en niveles récord, estamos sumergidos en una serie de graves problemas como el desborde inflacionario, la escasez de combustibles, la falta de energía y el desabastecimiento. A diferencia de lo que sucede en Bolivia y Venezuela, la sociedad no parece estar aquí enfrentada, sino que el Gobierno, con su discurso agresivo, intenta dividirla –sin gran éxito, por lo que se está viendo–. El típico caso es el del campo. Hoy, para el Gobierno, todos los problemas que padecemos parecieran tener como responsables a los productores agropecuarios. Desde la inflación hasta el humo de los incendios en los campos son, según el Ejecutivo, responsabilidad de ese sector de la economía.

Por ejemplo, la semana pasada el inefable Hugo Moyano decía que la inflación se había disparado por causa del paro agropecuario. La realidad es que, cuando se observa la evolución de las expectativas inflacionarias, se advierte que las mismas venían creciendo en forma acelerada desde el año pasado, cuando no había paro agropecuario, y terminaron disparándose en marzo de este año. Como decía antes, para Moyano la inflación es culpa del campo. Sin embargo, en marzo el campo todavía no había hecho ningún paro, mientras los dirigentes sindicales sí pedían aumentos de salarios que generaron una estampida de las expectativas inflacionarias.

Argentina, Bolivia y Venezuela están pasando por momentos críticos a pesar de disponer de recursos naturales que se cotizan muy bien en los mercados internacionales porque carecen de instituciones serias que incentiven las inversiones. No es casualidad que los discursos agresivos de los tres gobiernos, que intentan dividir a la sociedad, tenga como resultado común problemas económicos y políticos profundos. ¿Qué es lo que pretende Evo Morales? Vivir a costa de lo que producen los santacruceños. ¿Qué es lo que pretende el gobierno argentino? Vivir a costa de lo que produce el campo.

Se trata de sistemas en los cuales unos trabajan mientras otros rapiñan en beneficio propio y en los que cuando el que es esquilmado levanta la voz de protesta, pasa a ser un insensible que quiere lucrar con el hambre del pueblo y tiene una ambición desmedida de ganancias. Es la vieja historia de los gobiernos populistas que luego derivan en sistemas autocráticos: estimulan la vagancia, fomentan la cultura de la dádiva y explotan a los que producen para financiar la fiesta populista.

¿Por qué el populismo deriva en sistemas autocráticos? En primer lugar, porque en los gobiernos populistas siempre hay un germen autocrático, una tendencia al autoritarismo. Y, segundo, porque el populismo se basa en redistribuir y en castigar a los que producen.

En la Argentina, por ejemplo, es hoy común escuchar a funcionarios públicos argumentando que tal o cual sector ganó mucho dinero en los 90 o durante los últimos cinco años y que, por tanto, ahora debe sacrificar parte de sus utilidades para sostener a los más pobres. Si esto es así, quiere decir que el modelo en marcha no ha sido tan exitoso a la hora de combatir la pobreza, porque luego de cinco años de exprimir impositivamente a la población deberíamos estar asistiendo a una baja de impuestos y no a un aumento dado que tendríamos que estar repartiendo menos subsidios gracias a que, según el Gobierno, hay menos pobres. Por otro lado, nadie invierte porque en el pasado ganó dinero en una determinada actividad, sino que invierte por las utilidades que espera obtener en el futuro. Nadie va invertir lo que ganó en el pasado para perderlo. Se trata de un principio básico de Economía que parece no entrar en el razonamiento del modelo económico imperante.

En los sistemas en los que se respetan los derechos de propiedad, se incluyen las utilidades porque de nada sirve tener el título de propiedad de un bien si el Estado decide cómo debe usárselo, se apropia de las utilidades que genera y amenaza constantemente con confiscar el fruto del trabajo de los propietarios.

La función social de las utilidades es, justamente, atraer inversiones para generar más riqueza y trabajo. Si un sector obtiene utilidades más altas que el promedio del resto de los sectores productivos, habrá nuevos inversores que querrán entrar en el negocio. Así, invertirán, producirán más, crearán más puestos de trabajo y los pagarán mejor. Ésta es la fórmula que encontró la humanidad para desarrollarse y los países que la aplicaron hoy tienen poblaciones que disfrutan de altos niveles de vida. El esquema de progreso es muy sencillo: respetar el fruto del trabajo ajeno y permitir que se desarrolle la capacidad de innovación.

Cuando el Estado se apropia de las utilidades, desestimula la inversión, reduce la producción porque desaparecen los productores marginales y aumenta la pobreza. Al aumentar la pobreza, comienza el descontento popular y es en ese punto cuando la falta de libertad económica conduce a la limitación o eliminación de las libertades civiles y políticas.

¿Por qué? Porque al aumentar la pobreza, fruto de la expoliación estatal, el descontento popular sólo puede frenarse con medidas represivas, persiguiendo a los opositores, inventando conspiraciones y silenciando a la prensa.

Ese que el populismo únicamente puede subsistir mientras tenga alguien que produzca para financiar la repartija de dádivas. Pero como ahoga la producción, cada vez se genera menos riqueza y hay menos recursos para repartir. Es entonces cuando la presión impositiva se transforma en salvaje y se recurre al monopolio de la fuerza del Estado para violar los derechos de propiedad confiscando utilidades o, directamente, el patrimonio de la gente. Es decir, el populismo ya no se financia apropiándose de las ganancias, sino que directamente lo hace consumiendo el stock de capital existente. Esto sigue hasta que se acaba el stock de capital y los gobiernos populistas ya no tienen forma de mantenerse en el poder salvo utilizando los mecanismos más aberrantes para silenciar a la población.

Si la gente no tiene libertad para producir su propio sustento y debe recurrir al burócrata de turno para subsistir, la cuestión es muy clara: se obedece al mandamás o no se come. © http://www.economiaparatodos.com.ar/ tiempoargentino@gmail.com

miércoles, 7 de mayo de 2008

Kirchner redobla la apuesta por el Dr. Jorge Castro

Tiempo Argentino / Zetavisión / Z Inter Press


Néstor Kirchner fue uno de los dirigentes que mejor interpretó el significado del colapso político de diciembre de 2001. Comprendió cabalmente el hecho estructural de que la Argentina ingresaba en la lista de países sudamericanos cuyos presidentes constitucionales suelen terminar derrocados por revueltas callejeras en las grandes ciudades.


Toda su estrategia de concentración de poder tuvo entonces dos prioridades excluyentes. La primera fue la captación del respaldo de las clases medias de las grandes ciudades, que en la Argentina constituyen el núcleo de la opinión pública. La segunda fue el férreo control de las calles, con plena conciencia de que –en condiciones de extrema fragilidad institucional– quién controla las calles, controla el poder, y a la inversa.

Esta estrategia de acumulación de poder dio resultados exitosos durante los tres primeros años de gestión. Encontró sus límites iniciales en 2006, cuando las clases medias urbanas empezaron a distanciarse del oficialismo.

La primera expresión de este fenómeno fueron las elecciones constituyentes de Misiones en septiembre de 2006. Al año siguiente, el oficialismo perdió los comicios locales en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, las tres principales ciudades argentinas.

En las elecciones presidenciales de octubre pasado, Cristina Fernández de Kirchner no sólo fue derrotada en esas tres ciudades, sino que también perdió en Mar del Plata, Bahía Blanca y La Plata, su lugar de nacimiento.

Su gobierno nació con el estigma de una doble debilidad. Por un lado, carecía del respaldo de la opinión pública, que entendió que no se estaba ante un nuevo presidente, sino ante un segundo mandato.

Por el otro, el poder de características hegemónicas construido por Néstor Kirchner –que concentró en su persona todos los recursos y decisiones–, sin mediaciones institucionales ni partidarias, no era susceptible de ser trasmitido.

En este contexto, el conflicto con el sector agroalimentario –que es el segmento tecnológicamente más avanzado, de más elevada productividad e internacionalmente más competitivo de la economía argentina– se transformó rápidamente en una rebelión de la Argentina interior, no ya en desmedro de Buenos Aires, sino contra el centralismo económico y político encarnado por el gobierno nacional.

El hecho de que el corte de ruta más emblemático de la protesta rural haya sido en Gualeguaychú, y que un dirigente de esa ciudad –Alfredo De Angelis– se convirtiera en referente nacional de la movilización es una casualidad enormemente cargada de sentido.

Gualeguaychú fue durante más de tres años una demostración palpable de la tendencia creciente a la acción directa de todos los sectores de la sociedad que no confían en los mecanismos institucionales como canal de resolución de conflictos. Desde esta perspectiva, el conflicto agroalimentario implicó la “gualeguaychización” de la Argentina.

En el marco de su estrategia de confrontación sistemática implementada en estos cinco años, Kirchner chocó esta vez con un sector que no sólo no depende de los subsidios estatales, sino que además es la fuente principal de su financiación.

Más allá de los reclamos de carácter sectorial, se trata de un conflicto de fondo entre el sector productivo más avanzado de la Argentina –aquél que permite su inserción competitiva en la economía mundial– y el sistema de poder político y económico imperante, construido a partir de la subordinación de gobernadores e intendentes a través de la utilización de los recursos derivados de las retenciones al sector externo.

Esa rebelión de la Argentina interior –que empezó a resquebrajar el frente interno del oficialismo en el resbaladizo terreno de los gobernadores e intendentes–, también actuó como un disparador de la disconformidad de la clase media urbana, que otra vez salió a las calles con “cacerolazos” que refrescaron en la memoria colectiva el fantasma de diciembre de 2001.

Kirchner comprendió rápidamente que, además de perder el respaldo de la opinión pública, corría peligro su control de las calles y rutas, último resorte de gobernabilidad en la Argentina posterior a diciembre del 2001.

De allí que Hugo Moyano y Luis D’Elía pasaron a convertirse en piezas indispensables de la sustentación del poder, mientras que Guillermo Moreno se transformó en un actor central del dispositivo gubernamental y Martín Lousteau pagó con su renuncia el no haber comprendido adónde reside el vértice de las decisiones en la Argentina de hoy.

Como ocurrió frente a cada uno de los desafíos que tuvo que enfrentar desde mayo de 2003, Kirchner decidió redoblar la apuesta y profundizar la confrontación. No es un simple capricho, sino la utilización a ultranza, y hasta las últimas consecuencias, de las únicas armas que tiene a su alcance para evitar que se le escurra entre las manos el poder que tan trabajosamente construyó en estos cinco años. tiempoargentino@gmail.com

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